En términos generales, en nuestro ordenamiento jurídico, el paciente o familiar que alega la existencia de un daño y que el mismo es consecuencia del mal hacer profesional es a quien le corresponde probar la realidad de este. Ello es así por imperativo de las normas sobre “carga de la prueba” contenidas en el art. 217 de la Ley de Enjuiciamiento Civil.
Es por ello por lo que es criterio jurisprudencial consolidado que «en la conducta de los profesionales sanitarios queda, en general, descartada toda clase de responsabilidad más o menos objetiva sin que opere la inversión de la carga de la prueba, admitida para daños de otro origen, estando por tanto a cargo del paciente la prueba de la relación o nexo de causalidad y la de la culpa, ya que a la relación material o física ha de sumarse el reproche culpabilístico -sentencias de 13 de julio de 1987, 12 de julio de 1988 y 7 de febrero de 1990- que igualmente puede manifestarse a través de la negligencia omisiva de la aplicación de un medio -sentencia de 7 de junio de 1988- o más generalmente en una acción culposa -sentencia de 22 de junio de 1988″.
Sin embargo, en el ámbito de la responsabilidad médica, existe una excepción a esta regla general, una inversión de la carga de la prueba, contenida en el art. 217.7 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, según el cual “para la aplicación de lo dispuesto en los apartados anteriores de este artículo el tribunal deberá tener presente la disponibilidad y facilidad probatoria que corresponde a cada una de las partes del litigio”. Ello, supondría que el médico, hospital o Consejería de Salud correspondiente (según el caso) sería quien tiene la obligación de demostrar que el daño no se deriva de una mala praxis profesional. En tal sentido es ilustrativa la Sentencia de 31-1-03 del Tribunal Supremo que recoge otras anteriores de 13-12-1997, 9-12-1998, 29-6-1999, 9-12-1999 y 30-1-2003, según la cual el profesional médico debe responder de un resultado desproporcionado, del que se desprende la culpabilidad del mismo, que corresponde a la regla res ipsa liquitur (la cosa habla por sí misma) de la doctrina anglosajona, a la regla Anscheinsbeweis (apariencia de la prueba) de la doctrina alemana y a la regla de la faute virtuelle (culpa virtual), que significa que si se produce un resultado dañoso que normalmente no se produce más que cuando media una conducta negligente, responde el que ha ejecutado ésta, a no ser que pruebe cumplidamente que la causa ha estado fuera de su esfera de acción. A no ser, claro es, que tal autor, médico, pruebe que tal daño no deriva de su actuación, como dice la sentencia de 2 de diciembre de 1996, reiterada por la de 29 de noviembre de 2002 : "el deber procesal de probar recae, también, y de manera muy fundamental, sobre los facultativos demandados, que por sus propios conocimientos técnicos en la materia litigiosa y por los medios poderosos a su disposición gozan de una posición procesal mucho más ventajosa que la de la propia víctima, ajena al entorno médico y, por ello, con mucha mayor dificultad a la hora de buscar la prueba, en posesión muchas veces sus elementos de los propios médicos o de los centros hospitalarios a los que, qué duda cabe, aquellos tienen mucho más fácil acceso por su profesión."
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